domingo, 7 de agosto de 2016

Las fiestas populares

Soy de los que vivimos una época en la que siendo niños: cuando nuestra madre nos mandaba a la siesta, procurábamos no quedarnos dormidos no fuera ser que se nos pasara la hora de la corrida de la tarde, en la que toreaba el Cordobés y que la echaban por la televisión.
Cuando llegaban las fiestas de mi pueblo, para nosotros el acontecimiento del año más esperado, los imberbes que nos juntábamos en cuadrilla para jugar, seguramente porque los demás actos festivos eran para mayores y no los entendíamos, las fiestas eran las vacas y las vacas nos daban tanto miedo que jugábamos a las vacas durante todo el día cuando no había vacas, porque cuando las vacas estaban por la calle nos escondíamos. Todos nosotros, todavía ahora en las noches febriles, seguimos teniendo pesadillas en las que nos persiguen con sus astados y  nos alcanzan subámonos a donde nos subamos.
Ya mozo, aunque los más valientes: guapos y chuletas, saltaban a la plaza y corrían con las vacas por la calle, pronto comprobé que en las fiestas de mi pueblo donde mejor se estaba y se disfrutaba de la fiesta era lejos de donde estaban las vacas.
También intuitivamente, en las fiestas de 1970 dejé de sentirme atraído por las procesiones a las que tanta devoción había en mi casa y las procesiones que quedaron ya lejos de mis convicciones, por una fotografía de 1979 en la que acompañaban a la Santa abuela, la primea corporación municipal elegida democráticamente desde el 12 de Abril de 1931, vestida de blanco y rojo.
Casi a la vez, empecé a ver las vacas correr por las calles de mi pueblo desde un punto de vista en el que las justificaciones culturales y costumbristas pasaron a un segundo plano y observé que esta tradición era como el premio que todos los años da el poder al pueblo, para que la gente recuerde: quien es el pueblo y quién el poder.
¡Qué quiere el pueblo…! ¡Un día más de vacas…!
¡Pues que haya vacas…!
En aquellos años, disfrutaba más del hecho de estar de fiesta y de sentirme en la gloria sin hacer nada, en el sosiego que ofrece la tranquilidad, lejos de donde estaban la zozobra de los actos motivo de las fiestas que emocionaban y atrapaban  a la gente de mi pueblo.
Las razones por las que se celebran las fiestas a mi me escaldaban.

    Sin embargo en medio de una incipiente contradicción con mis hijas, inconscientemente reproduje las mismas conductas que mi entorno había tenido conmigo con respecto a las fiestas y les endosé esa misma cultura. Cogiéndolas de la mano, salía con ellas por el recorrido del encierro, en el trajín de la gente, esperando que tiraran el cohete y soltaran las vacas.
Pero la verdad es que a ellas les pudo el miedo.
Ese miedo que siendo hembras no les ofrecía otras satisfacciones.
No apreciaron el sabor del misterio de la adrenalina y el riesgo.
Al parecer es más cosas de machos.
Las mocetas, independientemente de que con las conductas que observaran en casa, no tuvieran que llevar ningún proceso de desafección con la religión, con la procesión todo fue más sencillo: acabó, cuando un día las llevó su abuela a vestir a Santa Ana, ella era la encargada de hacerlo en la casa parroquial, y vieron que en realidad la santa era una cabeza de muñeca puesta en la parte alta de un armatoste de madera, que sobre aquel artilugio se soportaba el manto que a su vez con un gran pliegue sujetaba la cabeza.
  Aquella noche tuvieron pesadillas.
  Al día siguiente tenían clara la cuestión.

Con los años me inicié en conocer la realidad social en la que vivía, pude comprobar que en aquellos finales de los setenta en los que parecía que estaba cambiando el mundo porque el franquismo estaba pasando a la historia espirando en la cama, fui comprobando que la realidad social en nada había cambiado, y en lo que se refería a las fiestas populares en lugar de cambiar, se enraizaban para servir de opiáceo para el pueblo.
Comprobé que las fiestas religiosas seguían siendo una exigencia de los vencedores de aquella cruzada que hicieron estallar en 1936. Ya supe buscando aquellas realidades del pasado que se han tenido ocultas durantes muchos años, que durante la República que por ejemplo las fiestas del pueblo no eran las fiestas de Santa Ana, ni Santa Ana era la patrona del pueblo ni siquiera había una Virgen de la Asunción.
En aquellos años la Corporación municipal se negó a celebrar una fiesta que era parroquial y cuyo símbolo era una procesión por las calles más importantes prueba de la presencia de la Iglesia en  el pueblo.
Sus miembros como tales, no asistían a las procesiones religiosas.
A todos aquellos los asesinaron.
A la par, con aquella costumbre asentada en mi pueblo durante los días de fiestas a cualquier hora de: A dónde vas: al casino. De dónde vienes: de las vacas. A dónde vas: a las vacas. De dónde vienes: del casino, llegué a la conclusión de que las fiestas así entendidas era solamente darse un hartazgo de estulticia y colmar la imbecilidad social.
Con el paso de los años y viviendo como espectador las fiestas, fui construyendo mi convencimiento de que esta manera de entender el ocio, el entretenimiento, la fiesta y la cultura no era sino otra manera de embrutecimiento e insensibilización de la sociedad en masa de tal manera que sin necesidad de pastores todos van al mismo sitio y más todavía si a donde se les lleva es gratis y dan caramelos y si acaso en ese sitio solamente encuentren el aburrimiento que les entretiene... quizás con ese efecto placebo de la felicidad que produce el alcohol.
Luego durante años mi manera de pensar se ha ido construyendo además con la visión de lo que significa el maltrato animal con motivo de las fiestas populares. Me es indiferente si el animal es asesinado en una plaza como base de un espectáculo o aunque sean los animales corridos por la calles o en la plaza con recortes y capeas. A la par de esta perspectiva he ido profundizando con la irreverencia que dan los años, sobre la sociedad preserva que se estructura alrededor de las religiones y que incitan santos y vírgenes a ofrecernos su capotico en la lidia.
Más tarde pude ver en estas maneras en las que se desenvolvían las fiestas que trataba de comprender, unas grandes dosis de machismo en todo su peor significado y la preponderancia de las actitudes y comportamientos con unos niveles de estrés y de incomodidad para las personas: egocéntricos y violentos, masoquistas y sádicos. Unas maneras, que además llevan la bendición apostólica, que lo justifican todos apelando a la propia esencia de las fiestas, y que disfrutan de total impunidad ante sus perversas consecuencias sociales.


En estas últimas fiestas populares, en la que estamos celebrando en estos días, digamos verano de 2016, cuando todo en el contexto político presentaba la posibilidad de que estas fueran las fiestas populares en las que se cambiaran su cariz en buena medida: y no fueran esas fiestas del pueblo en las que las gentes del pueblo se tienen que ir a pasarlas a otro sitio, y no siguieran siendo ese acontecimiento comercial en la que lo más importante es que se atraiga a los forasteros para que hagan gasto, unas fiestas en las que se acabara de una vez con esa tradición racial con la que se colma la estupidez humana soltando vacas y toros por las calles para que sientan la adrenalina los peores hombres de cada casa y sirva de un espectáculo embrutecedor para la mayoría, acabaran unas fiestas en las que son las procesiones con santos ficticios y puestos a imagen y semejanza del poder de estos últimos ochenta años las que siembren los buenos sentimientos entre los humanos, que unas fiestas así, fueran pasando a la historia…
Sin embargo, todo ha quedado en agua de borrajas.


Cuando uno se va haciendo viejo comprueba que: nunca se detiene la trituradora que trabaja para que nuestra aldea sea el ombligo del mundo por unos días, se va tragando las convicciones incluso de las personas  más concienciadas que recuerdo,. Se da cuenta que el devenir de las cosas  consigue que finalmente todo se queda en aquello que pudo haber sido y no fue, porque como todas las cosas que suceden: no son como queremos que sean sino como quisieron que fueran quienes nos precedieron que lo dejaron todo atado y bien atado.
Algún gurú pensador ya sentenció hace unos meses, antes de las primeras fiestas de esta nueva época, que había que manchar las aceras con la cera de los cirios con el paso solemne de las procesiones… para que no pase en esta ocasión como ocurrió en 1936.
Cuando además: las estrategias desde otras ópticas de la realidad social que dicen que también quiere cambiar las cosas, se plantean, incluso inciden: en profundizar sin cuestionársela la filosofía que mantiene esta manera de ser de las fiestas: excesiva, irracional, caótica, violenta… y tratan de que las fiestas sean como son pero que: si alguien se le nota que las celebra más de la cuenta se le haga pagar con todas sus consecuencia, entonces ya: apaga y vámonos.
Ya nada tiene remedio. 

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